Mi vida con HPN. La historia de Adriana
Desde que tenía nueve años, mi vida tomó un rumbo inesperado. Fui diagnosticada con aplasia medular, una palabra que entonces no entendía, pero que me obligó a pasar gran parte de mi infancia en hospitales. Me sentía constantemente mal, y en aquella época apenas se hablaba del impacto emocional de una enfermedad en los niños.
Crecí aprendiendo a ocultar el dolor en silencio, resignada a lo que me había tocado vivir. Apenas me relacionaba con mis primos ni con otros niños. Para ellos, yo era la “niña de cristal”, protegida en una burbuja invisible.

En la adolescencia aparecieron síntomas que se confundieron con mi aplasia. Uno de ellos era la orina oscura, lo que llevó a sospechar de leucemia, que finalmente se descartó. Fueron años de incertidumbre, de impotencia y dolor, al ver cómo mi familia agotaba recursos buscando médicos privados gracias a donaciones y pequeños actos solidarios. Les robaba tiempo a mis hermanos, siempre pendientes de cómo me encontraba. Una pregunta me perseguía: ¿valía la pena seguir luchando?
Pasaron muchos años hasta que, en una visita a un nefrólogo, recibí el diagnóstico definitivo: Hemoglobinuria Paroxística Nocturna (HPN). Me remitió a un hematólogo, esta vez en un hospital para adultos. Sentí la pérdida de la atención y el cuidado que había recibido en el hospital infantil.
Una vez más, tocó someterme a una serie de pruebas. Ya era una rutina cada vez que un especialista despertaba una nueva esperanza en mis padres, quienes se aferraban a la posibilidad de encontrar una cura.
El pronóstico no era alentador. Solo se hablaba de trasplante de médula, que yo lo entendía como que “me moría”. En Ecuador, mi país natal, aún no se realizaban, y no teníamos recursos económicos para costearlo en otro lugar. Así que continué sobreviviendo, aferrándome a la vida con todas mis fuerzas.
En el año 2003, mi madre tomó la valiente decisión de dejar su tierra en busca de un futuro mejor. No quiso dejarme atrás y, con la ayuda de una tía, finalmente llegamos a España. Siempre estaré agradecida por su sacrificio, por estar a mi lado desde el primer síntoma y no perder la esperanza incluso cuando escuchaba la frase: «No tiene cura». Sin ella, no estaría aquí.

Comenzaba una nueva etapa en España. No fue fácil: además de mis problemas de salud, tuve que adaptarme a nuevas costumbres, a la soledad y a la dificultad para relacionarme. Poco a poco, fui ganando autonomía y tomé la ingenua decisión de ocultar información sobre mi enfermedad, queriendo aliviar el dolor de mi madre. No sabía que aquello afectaría mi propia salud mental.
Las visitas a urgencias se volvieron constantes. Debía repetir mi historia a cada médico de guardia, a cada residente, quienes a menudo cuestionaban la veracidad de mis síntomas. No comprendía cómo en este "primer mundo", donde se suponía que encontraría la sanación, muchos médicos desconocían la HPN.
En el Hospital Clínico fue donde me ofrecieron participar en el primer ensayo de una medicación para la HPN. No sabía qué era exactamente un ensayo clínico. Sin nada que perder y con la resignación de que podría ser otro intento fallido como tantos otros, acepté.
Mi vida comenzó a transformarse: algunos síntomas mejoraban y los ingresos constantes debido a las crisis se reemplazaron por visitas relacionadas con el tratamiento.
Por entonces tenía pareja estable, una relación plena. Sin embargo, tuve que tomar algunas decisiones complicadas al quedarme embarazada. El equipo médico me recomendó interrumpir el embarazo, ya que no había precedentes en España y era necesario continuar con el ensayo. Tomé la decisión de continuar con el embarazo asumiendo los riesgos que me indicaron los médicos y siempre bajo su supervisión.
Me derivaron a un centro especializado, y, acompañada por el equipo médico y con frecuentes visitas al hospital, seguí todas las recomendaciones. Ante cualquier duda, los profesionales estaban allí para darme tranquilidad y seguridad. Hoy puedo decir que, juntos, conseguimos que todo el proceso se desarrollara de la forma más segura posible.
Finalmente todo valió la pena cuando pude fundirme en un abrazo entre lágrimas al decir: “Vas a ser abuela, Janeth”.
Tuve una bebé sana, a la que llamamos Aisha. Pero algo cambió en mí: tenía miedo de que mi pequeña se quedara sin madre. Psicológicamente no estaba bien, algo que no había tenido en cuenta.
Fue entonces cuando se creó la asociación de pacientes con HPN. Gracias a ella descubrí que no estaba sola y recibí ayuda psicológica.

Sigo recibiendo tratamiento periódico y, además, volví a ser madre. Esta vez el miedo era menor, aunque ¿qué madre no teme por el futuro de sus hijos? Actualmente, soy madre de dos niñas sanas de 17 y 7 años.
Participé en otro ensayo clínico, que tuve que abandonar por causas de fuerza mayor. Ese mismo año, la enfermedad se desestabilizó, y los médicos concluyeron que debía recibir la medicación fuera del ensayo.
La HPN me ha enseñado a ver la vida de otra manera y a reconocer mi fuerza interior. No es fácil, ni quiero idealizarlo. Pongo al servicio de los demás mi experiencia de vida, y gracias a eso me he convertido en una mujer valiente y luchadora, con muchas ganas de vivir. He aprendido a autodisciplinarme con la enfermedad y a conocer mis síntomas hasta el punto de decidir cuándo acudir a urgencias.
Ahora, puedo ser esa voz como paciente y dar visibilidad a la HPN. Colaboro estrechamente con la asociación, ayudando a pacientes a afrontar el diagnóstico, porque sé el impacto sobre sus vidas. De este modo también contribuyo a promover la conciencia pública sobre esta enfermedad.

NP-45792 (Diciembre de 2025)
